Siempre
lo veíamos en su huerto, solitario y en silencio; allí, escondido entre la abigarrada
maleza hacía su vida aislada y retraída. Toda su parcela estaba
cercada con plantas de granadas mollares
y coloradas, nísperos y guayabas con sus frutos maduros, que provocaban a la chiquillada que retornaba de la escuela, cometer daños imposibles de soportar. Vivía solo, en una casita construida con cañas y barro; era de
dos pisos hábilmente construida bajo una inmensa planta de pacae.
A
veces, lo escuchábamos hablar para sí
mismo. Era un monólogo interminable de preguntas y respuestas donde él era el centro de su propia
conversación. Se daba ánimos, se guapeba y se autofortalecía constantemente. Su
mirada perdida denotaba cierta nostalgia. Él solo hacía todo el trabajo:
jalaba su arado, preparaba sus alimentos,
regaba la huerta, cuidaba sus frutas, las cosechaba y las llevaba al
mercado. Era delgado pero fuerte. Siempre estaba con la misma vestimenta, jamás
lo vimos con otra ropa. Vestía pantalón
y camisa beige desgastada de tanto uso. Llevaba un sombrero de paja y caminaba
con sandalias fabricadas con jebe de alguna llanta olvidada.
Ese
hombre con caracteres de ermitaño era el pasatiempo predilecto de los
rapazuelos a la hora que volvían del colegio. Estos trataban de robarle
sus frutas de la huerta, él las defendía
para poder lograrlas y venderlas al mercado.
¡Qué sabrosas granadas!, ¡qué nísperos tan dulces!, ¡qué ricas guayabas! Los diablillos miraban ilusionados las frutas
desde la carretera, pero no podían cogerlas porque él siempre estaba allí, cuidando: Mayta, entremos por el otro lado, ¡no!,
hermano y si nos pesca...
Naturalmente,
era difícil robarle. Desde muy temprano estaba en su campo trabajando, pero las
horas de mayor peligro para él era el atardecer, por ser la hora más relajante
de los estudiantes. Entonces, para evitar las travesuras de los colegiales, el hábil
anciano se ubicaba en un lugar estratégico y todos lo veían sin hacer esfuerzo.
En su chacra había construido cuatro “guariques” especiales, de tal modo que los chicuelos
jamás dejarían de verlo. En efecto, si los muchachos atacaban por allá, allá
estaba; si venían por aquí, aquí los esperaba. ¿Qué poder de intuición tenía este hombre, para adivinar por dónde
los pequeños ingresarían a sustraer sus frutas?
Se
llamaba Jacinto Banda y era arequipeño;
desde muy joven vino a la aldea y no
regresó más a su tierra. Tenía aproximadamente setenta años, todos lo conocían y respetaban.
La comunidad era pequeña.
Escuché
contar a mi padre en cierta oportunidad,
que Jacinto Banda vino al lugar a trabajar en las grandes irrigaciones de las
pampas de mi pueblo, que el gobierno
había decidido realizar para propiciar
más trabajo y producción agrícola en bien del país. Banda era especialista en explosivos,
se encargaba de ubicar las dinamitas en lugares estratégicos y las hacía explotar para poder romper los inmensos bloques de
rocas y así construir el inmenso canal que surtiría de agua a todos los
terrenos de la nueva irrigación. Todo
iba perfecto hasta que un día la desgracia tocó su puerta.
Sucede
que después de haber colocado un buen número de petardos en los lugares indicados y luego de haberlos explotado, los obreros se confundieron y no
llevaron un buen conteo de las
detonaciones. Cuando reventó una posible última dinamita, pensaron que
todas habían quemado. Pero no, no fue así. Faltaba aún explosionar una, y cuando
don Jacinto Banda, confiado, pasó revisando, se encontró con un terrible estallido que lo
arrojó a ocho metros de distancia. Su cuerpo quedó enterrado entre piedras y
rocas. Pero no estaba muerto; aún le quedaban signos de vida. Inmediatamente
fue atendido por el personal de auxilio de la empresa y lograron sobrevivirlo; después de brindarle los auxilios básicos lo
trasladaron al hospital de la región. Mejoró, pero quedó sordo.
A partir de ese momento su comportamiento
fue distinto. Se volvió introvertido.
Con el tiempo se fue
acostumbrando a su realidad, la necesidad le obligó aprender a leer los labios.
No escuchaba pero entendía lo que hablaban los demás. El Estado supo reconocer
sus servicios, y le obsequió el terreno donde trabajaba solitario desde hacía
muchos años. Desde entonces se quedó en el lugar. Los niños no lo conocían
bien, por lo tanto, no lo comprendían.
No tenía familia, todos estaban en Arequipa
su pueblo natal. Su situación no le
permitió casarse y vivió solo toda su vida. Se acostumbró a vivir así. Algún
día, vimos desembarcar frente a su casa gente de buena presencia y buen vestir, era la familia que a veces venían a
visitarlo. Siempre trataron de llevarlo de vuelta a Arequipa, pero no aceptó.
Ahora, solo, trabajaba en su parcela sufriendo constantemente los ataques de
los atrevidos mozalbetes. Al grito: “Allá
viene Sordo Banda”, todos los
chiquillos corrían; detrás venía el
anciano con su honda en la mano haciéndola girar en el aire para lanzar alguna
piedra que haga huir a los malcriados. Nunca hirió a nadie, quizás por eso los
chicos se burlaban de él. A mi entender sólo lo hacía para asustarnos, era experto con la
honda.
“Cuidado muchachos, ese señor es fino tirando la huaraca, cuidado le vaya dar a uno de ustedes y después van a estar
lamentándose”.
Nosotros hacíamos caso omiso las observaciones de los demás
Cierto día, los muchachos más
atrevidos, decidieron malograr a pedradas la pared de su casa. Aprovechaban
que el viejecito estaba en su parcela
trabajando, para que ellos tranquilamente, arrojaran con fuerza piedras destructoras
que aflojaban el barro de la pared de quincha.
Desde ese día, todas las tardes después del colegio, cuando pasaban los
traviesos por la morada del sordo, lo apedreaban sin compasión. La endeble casa poco a poco fue
cediendo, el barro y las cañas de
carrizo se quebraron por efecto de las piedras y un inmenso forado permitía ver el interior de
la vivienda. Después, todos corrían con
una macabra sonrisa de satisfacción. La
casa empezó a caer por trozos. Esto causó mucho malestar a Jacinto Banda, que sin
pensarlo dos veces empezó a trazar su revancha contra aquellos indeseables.
Esto no se podía quedar así, esos pilluelos necesitaban una buena lección.
Entonces, preparó un escondite cerca de la vía y desde allí empezó a seguir
los movimientos de los muchachos. Pronto
sacó conclusiones exactas: los que causaban daños eran los más grandes. Había
que darles una lección.
Llegó el día.
Como un gran cazador de fieras, un día
jueves por la tarde, esperó oculto en la maleza a los rapazuelos. Éstos cuando
llegaron al lugar, inmediatamente empezaron a tirar piedras a la pared de quincha que aún quedaba en pie. El barro caía
por bloques y la polvareda que producía
formaba una nube densa que no permitía la visión. Sordo Banda no
resistió este abuso, recordando sus ágiles años de juventud, especialmente
cuando estaba en el ejército, saltó al centro de la pista dando gritos de campaña y sin que los muchachos puedan
reaccionar y huir, tenía agarrado a seis, los más grandes, los más bravos. Vinieron los lamentos, llantos, pero nada. A los seis
los encerró en la destruida casa y no tuvo compasión por los gritos y
desesperación de los jóvenes. No dejó ir a ninguno, excepto, a los más
pequeños. Los otros niños que pudieron escapar, llegaron a sus casas con el corazón en la mano, tan
asustados estaban que no contaron nada a
sus padres.
A las siete de la noche llegó a mi casa
don Alejandro Rivera preguntando por mí:
“Quiero que me ayude a ubicar a mi hijo que aún no llega del colegio”. Sin titubear, tuve que decir la
verdad, cosa que causó indignación a mi padre y al visitante. Inmediatamente se trasladaron a la casa del
sordo. Cuando llegaron al lugar, ya estaban allí los otros cinco padres de
familia esperando muy molestos. Naturalmente que Jacinto Banda también lo
estaba y quizás mucho más que los sorprendidos padres: “Tengo que hablar
con los tutores de los chicos que están aquí en mi
casa”, había manifestado poco antes. Cuando llegó el señor Rivera, Banda se
acercó al grupo alumbrado por un lamparín a querosene, con él iba un
representante de la autoridad local. Miró a todos, luego habló pausadamente:
“Señores, ante todo, las disculpas del caso por este
atrevimiento… sus hijos están bien, he conversado con ellos y nos hemos
comprendido y congeniado; pero yo quiero conversar con ustedes. Vean la pared de mi casa —levantó el candil y todos
vieron con sorpresa lo destruido que estaba—, todos esto lo han causado sus hijos desde
hace días lanzando piedras desde el camino… Miren el suelo, aquí están las
pruebas “
El sordo habló sin inmutarse,
tranquilo, sin levantar la voz; los padres escuchaban en silencio, nadie reaccionaba. Jaime Castro, el más
temperamental de los seis asistentes interrumpió: “Señor, realmente lo que ha
hecho usted es un abuso, atrapando y asustando a criaturas indefensas
culpándolos de no sé qué, mi hijo es un chico bien preparado difícil de cometer
actos malvados. Yo no creo que él haya participado en esto, voy a denunciarlo ante las autoridades”. Don Jacinto Banda pudo leer los
labios de Jaime Castro ante la luz del
lamparín, luego contestó sin alterarse: “No diga nada señor, su hijo fue el cabecilla de toda esta maldad, yo lo
he visto, además, lo ha confirmado hace
un momento” dijo, mientras señalaba al señor Pérez, regidor del distrito. “Creo que justificarán
mi accionar —continuó—
aunque pienso que fui demasiado exagerado, pero… tenía que hacerlo, ¿no les
parece? Hace algunos días conversé con
las autoridades, pero ni siquiera se tomaron la molestia en venir a constatar mi denuncia. Los muchachos
continuaban destruyendo mi casa, a veces, no les decía nada porque son menores pero con los días me di cuenta que
son unos malvados”.
El censor y los padres de familia
agacharon la cabeza muy avergonzados. No sabían qué decir.
“Quisiera que eduquen a sus hijos con
amor, enséñenles a respetar a los demás, que no destruyan los bienes ajenos,
que no sean rencorosos, que no abusen del indefenso, que se respeten mutuamente
y valoren la vida. Prepárenlos para el futuro para que sean hombres de
bien y de éxito. Ahora, cuando lleguen a
casa no los castiguen, dialoguen, conversen con ellos. No los ignoren cuando
ellos los necesiten, serán buenos muchachos".
"Ahora son mis amigos —prosiguió— ya conversé con
todos sin rencor, sin odio. Bueno, es el momento que lleven a sus hijos a casa
y hagan lo que les he dicho.…”
Los
muchachos empezaron a salir de la casa muy asustados y
avergonzados. Cogieron las manos de sus padres y empezaron a retirarse: “Disculpe
amigo Banda, no volverá a suceder otra vez”. Un murmullo de voces se escuchó en el camino. Esa noche en cada
hogar se reflexionó con criterio. Hubo
diálogo lúcido pero también llamada de
atención. Eso fue todo. Los adolescentes muy dueños de sí, se fueron a la cama
pensando en el terrible drama que les tocó vivir ese día.
Mañana será otro día.
Efectivamente, fue otro día. Una luz de
esperanza alumbró el horizonte desde muy temprano. Camino al colegio los
infantes conversaban cualquier cosa, menos lo acontecido en la víspera. Al
llegar a la casa del sordo, encontraron al pobre anciano preparando el fresco barro para arreglar
su vivienda casi destruida en su
totalidad. Los seis chicos lo saludaron amigablemente y se detuvieron a ayudar,
“No jovencitos, ustedes tienen que ir a la escuela a estudiar, este trabajo lo puedo
hacer yo, no se preocupen. Vayan y estudien, aprovechen el tiempo, nuestra Patria los necesita”. Los muchachos sintieron tristeza “Por favor
don Jacinto, deje que le ayudemos”. Pero el viejo con su temperamento fuerte y
jovial “No, a estudiar y apresúrense que
es tarde”.
Los
muchachos se alejaron del lugar dejando al viejo sordo, solo en su trabajo.
—Qué genial don Jacinto, ¿verdad?
—Formidable, aunque a veces, su
apariencia hace pensar lo contrario. Mi papá me dijo que el señor Banda estaba
estudiando para profesor, y estaba a punto de terminar, pero por problemas
económicos no logró su propósito. Entonces se dedicó a trabajar para
posteriormente culminarlos, pero ya no fue posible, el destino cambió su vida.
—Con razón es bien educado, sabe
mucho, es un maestro.
Realmente
aquellos muchachos estaban impresionados, este había sido una gran lección. En
sus conciencias aquellos mozuelos estaban confundidos. Pero sus juicios
empezaban a conocer la realidad, esa realidad que a veces la conocemos cuando
es demasiado tarde, cuando las cosas ya están hechas.
Pero indudablemente las sorpresas no habían
terminado ahí, al contrario, el asombro fue mucho más grande cuando los jóvenes
vieron al mediodía, al volver de la escuela, a la gran mayoría de padres
de familia en la casa de Jacinto
Banda ayudándole a arreglar su alicaída
vivienda. La estaban reestructurando completamente colocando nuevos refuerzos
para hacerla más fuerte y compacta. Todos trabajaban con alegría, se jugaban
bromas y laboraban con entusiasmo. Esto contagiaba a los niños que desde la pista observaban el trabajo comunitario de sus padres: “Qué felices seríamos
si todos los días fueran así…”
Cuando regresamos al colegio a las
dos de la tarde, ya los trabajadores habían avanzado gran parte del trabajo. Pudimos ver a la mamá de Manonga López y
de Lalo Vicente sirviendo limonada
fresca a los entusiastas padres, “Seguro
que lo terminan hasta las cinco de la tarde, ¿verdad?”
Efectivamente, cuando retornábamos de
la escuela al atardecer después de un día íntegro de clases, pues estudiábamos
todo el día, vimos con alegría que la casa estaba totalmente terminada.
—Fiuuuuu… ¡Quedó
perfecta!
—Sí, está
preciosa.
Don Jacinto Banda en silencio observaba su
vivienda, estaba impresionado y no lo podía creer. Pero dentro de sí, él se
sentía más feliz no tanto por la casa, sino por la solidaridad, la unión, la
alegría y el espíritu de entusiasmo de los padres de aquellos muchachitos
descuidados y que ese día habían dado una lección de amistad. Sonreía: “Que
grande es el corazón cuando queremos hacerlo palpitar”, pensó en silencio. Se sentó frente a su
nueva casa y se recostó en la tibia tierra del atardecer. Se quedó
dormido.
Definitivamente, fue una gran
lección. Todos aprendimos y sacamos
nuestras propias conclusiones, la vida es mejor cuando la sabemos sobrellevar,
cuando queremos hacer el bien, cuando somos unidos y enfrentamos las
dificultades con valor y entusiasmo.
El legendario Sordo Banda, el hombre hecho leyenda vivió muchos
años más en su casa huerta. Era muy respetado por todos. Los chiquillos de la
historia, de vez en cuando, lo visitaban
y le ayudaban en su trabajo. El anciano se congeniaba con ellos y era feliz
cuando lo visitaban. Cuando los muchachos se retiraban a sus hogares don
Jacinto les regalaba frutas que degustaban con
ansiedad. Pero los años pasaron, Banda envejeció, tenía más de ochenta años pero seguía fuerte.
Nosotros crecimos y continuamos
estudiando, nos alejamos del terruño a labrar nuestro destino. Cuando volvimos, tiempo después, convertidos en profesionales ya no lo encontramos. Un día se le acabaron las fuerzas y no pudo más, vinieron
sus familiares de la lejana Arequipa y se lo llevaron. Allí murió, sólo y sin amigos;
tenía más de noventa años.
Su huerta fue vendida a extraños que
destruyeron todo lo que él había dejado, desaparecieron todo recuerdo con
máquinas de acero. El romántico paisaje
de naturaleza pura se perdió, pero
el recuerdo de aquel anciano
jamás se borró de nuestras memorias. Al retroceder en el tiempo, rememoramos con nostalgia aquellos años que pasaron
tan veloz como el viento. Esos años, tan
hermosos, que corresponde a nuestra niñez lo sentimos tan lejano, inalcanzable.
Actualmente, al ver lo que antes era
el terreno de aquel venerable
anciano transformado en otra realidad,
sentimos una profunda tristeza y melancolía. Los años pasan y el viento se lleva toda huella del pasado, y nos deja solamente algo de aquello. Es la ley de la
vida
Pero aún persiste en nosotros, los de entonces, la figura de aquel hombre como algo mágico que no se borra de
nuestra mente; su espíritu indoblegable,
su imagen, allí están. Cuando pasamos de vez en cuando por la parcela que fue de don Jacinto Banda, nos parece
verlo escondido debajo de las plantas que pertenecen a otro dueño, cuidando que
no ingrese ningún zamarro a robarle sus frutas.
Pero ya no está, su recuerdo es parte de nuestras vidas.
Higinio,
mayo 99