lunes, 11 de noviembre de 2013

SORDO BANDA

      Siempre lo veíamos en su huerto, solitario y en silencio; allí,  escondido entre la  abigarrada  maleza hacía su vida aislada y retraída. Toda su parcela estaba cercada con plantas de granadas  mollares  y coloradas, nísperos y guayabas con sus  frutos maduros, que provocaban a la chiquillada que retornaba de la escuela, cometer daños imposibles de soportar. Vivía solo,  en una casita  construida con cañas y barro;   era de dos pisos hábilmente construida bajo una inmensa planta de pacae.

      A veces,  lo escuchábamos hablar para sí mismo. Era un monólogo interminable de preguntas y respuestas  donde él era el centro de su propia conversación. Se daba ánimos, se guapeba y se autofortalecía constantemente. Su mirada perdida denotaba cierta  nostalgia. Él solo hacía todo el trabajo: jalaba su arado, preparaba sus alimentos,  regaba la huerta, cuidaba sus frutas, las cosechaba y las llevaba al mercado. Era delgado pero fuerte. Siempre estaba con la misma vestimenta, jamás lo vimos con  otra ropa. Vestía pantalón y camisa beige desgastada de tanto uso. Llevaba un sombrero de paja y caminaba con sandalias  fabricadas  con jebe de  alguna llanta olvidada.

          Ese hombre con caracteres de ermitaño era el pasatiempo predilecto de los rapazuelos  a la hora que  volvían del colegio. Estos trataban de robarle sus frutas de la huerta,  él las defendía para poder lograrlas y venderlas al mercado.  ¡Qué sabrosas granadas!, ¡qué nísperos tan dulces!,   ¡qué ricas guayabas!  Los diablillos miraban ilusionados las frutas desde la carretera, pero no podían cogerlas porque él siempre estaba allí,  cuidando: Mayta, entremos por el otro lado, ¡no!, hermano y si nos pesca...

        Naturalmente, era difícil robarle. Desde muy temprano estaba en su campo trabajando, pero las horas de mayor peligro para él era el atardecer, por ser la hora más relajante de los estudiantes. Entonces, para evitar las travesuras de los colegiales, el hábil anciano se ubicaba en un lugar estratégico y todos lo veían sin hacer esfuerzo. En su chacra había construido cuatro “guariques”  especiales, de tal modo que los chicuelos jamás dejarían de verlo. En efecto, si los muchachos atacaban por allá, allá estaba; si venían por aquí, aquí los esperaba. ¿Qué poder de intuición  tenía este hombre, para adivinar por dónde los pequeños ingresarían a sustraer sus frutas?

        Se llamaba Jacinto Banda y era  arequipeño; desde muy joven vino a la aldea y no regresó  más a su tierra.  Tenía aproximadamente  setenta años, todos lo conocían y respetaban. La comunidad era pequeña.

           Escuché contar a mi padre  en cierta oportunidad, que  Jacinto Banda vino al lugar a   trabajar en las grandes irrigaciones de las pampas de mi pueblo,  que el gobierno había  decidido realizar para propiciar más trabajo y producción agrícola en bien del país. Banda era especialista en explosivos,  se encargaba de  ubicar   las dinamitas en lugares estratégicos y  las hacía explotar  para poder romper los inmensos bloques de rocas y así construir el inmenso canal que surtiría de agua a todos los terrenos de la nueva irrigación.  Todo iba perfecto hasta que un día  la desgracia  tocó su puerta.  

           Sucede que después de haber colocado un buen número de petardos  en los lugares indicados y luego de haberlos explotado, los obreros se confundieron  y no llevaron un buen conteo  de las detonaciones. Cuando reventó una posible última dinamita, pensaron que todas  habían quemado. Pero no,  no fue así. Faltaba aún explosionar una, y cuando don Jacinto Banda, confiado, pasó revisando,  se encontró con un terrible estallido que lo arrojó a ocho metros de distancia. Su cuerpo quedó enterrado entre piedras y rocas. Pero no estaba muerto; aún le quedaban signos de vida. Inmediatamente fue atendido por el personal de auxilio de la empresa y lograron sobrevivirlo;  después de brindarle los auxilios básicos lo trasladaron al hospital de la región. Mejoró, pero  quedó sordo.  A partir de ese momento  su comportamiento fue distinto. Se volvió  introvertido.

              Con el tiempo se fue acostumbrando a su realidad, la necesidad le obligó aprender a leer los labios. No escuchaba pero entendía lo que hablaban los demás. El Estado supo reconocer sus servicios, y le obsequió el terreno donde trabajaba solitario desde hacía muchos años. Desde entonces se quedó en el lugar. Los niños no lo conocían bien,  por lo tanto, no lo comprendían. No tenía  familia, todos estaban en Arequipa  su pueblo natal. Su situación no le permitió casarse y vivió solo toda su vida. Se acostumbró a vivir así. Algún día, vimos desembarcar frente a su casa   gente de buena presencia y buen  vestir, era la familia que a veces venían a visitarlo. Siempre trataron de llevarlo de vuelta a Arequipa, pero no aceptó. Ahora, solo, trabajaba en su parcela sufriendo constantemente los ataques de los  atrevidos mozalbetes. Al grito: “Allá viene Sordo Banda”, todos los chiquillos corrían;  detrás venía el anciano con su honda en la mano haciéndola girar en el aire para lanzar alguna piedra que haga huir a los malcriados. Nunca hirió a nadie, quizás por eso los chicos se burlaban de él. A mi entender sólo lo hacía  para asustarnos, era  experto con la  honda.

            “Cuidado muchachos, ese señor es fino tirando  la huaraca, cuidado le vaya dar a uno de ustedes y después van a estar lamentándose”.

               Nosotros  hacíamos caso omiso  las observaciones de los demás

           Cierto día, los muchachos más atrevidos, decidieron malograr a pedradas la pared de su casa. Aprovechaban que  el viejecito estaba en su parcela trabajando, para que ellos tranquilamente, arrojaran con fuerza piedras destructoras que aflojaban el barro de la pared de quincha.  Desde ese día, todas las tardes después del colegio, cuando pasaban los traviesos por la morada del sordo, lo apedreaban  sin compasión. La endeble casa poco a poco fue cediendo, el barro  y las cañas de carrizo se quebraron por efecto de las piedras y  un inmenso forado permitía ver el interior de la vivienda. Después, todos  corrían con una  macabra sonrisa de satisfacción. La casa empezó a caer  por trozos. Esto  causó mucho malestar a Jacinto Banda, que sin pensarlo dos veces empezó a trazar su revancha contra aquellos indeseables. Esto no se podía quedar así, esos pilluelos necesitaban una buena lección. Entonces, preparó un escondite cerca de la vía y desde allí empezó a seguir los movimientos  de los muchachos. Pronto sacó conclusiones exactas: los que causaban daños eran los más grandes. Había que darles una lección.

          Llegó el día.

         Como un gran cazador de fieras, un día jueves por la tarde, esperó oculto en la maleza a los rapazuelos. Éstos cuando llegaron al lugar, inmediatamente empezaron a tirar piedras a la pared  de  quincha que aún quedaba en pie. El barro caía por bloques y la polvareda que producía  formaba una nube densa que no permitía la visión. Sordo Banda no resistió este abuso, recordando sus ágiles años de juventud, especialmente cuando estaba en el ejército, saltó al centro de la pista dando gritos de  campaña y sin que los muchachos puedan reaccionar y huir, tenía agarrado a seis, los más grandes, los más bravos. Vinieron  los lamentos, llantos, pero nada. A los seis los encerró en   la destruida casa y  no tuvo compasión por los gritos y desesperación de los jóvenes. No dejó ir a ninguno, excepto, a los más pequeños. Los otros niños que pudieron escapar, llegaron a  sus casas con el corazón en la mano, tan asustados estaban que no contaron nada  a sus padres.

          A las siete de la noche llegó a mi casa don Alejandro Rivera  preguntando por mí: “Quiero que me ayude a ubicar a mi hijo que aún no llega del colegio”. Sin titubear, tuve que decir la verdad, cosa que causó indignación a mi padre y al visitante.  Inmediatamente se trasladaron a la casa del sordo. Cuando llegaron al lugar, ya estaban allí los otros cinco padres de familia esperando muy molestos. Naturalmente que Jacinto Banda también lo estaba y quizás mucho más que los sorprendidos padres: “Tengo que hablar con  los  tutores de los chicos que están aquí en mi casa”, había manifestado poco antes. Cuando llegó el señor Rivera, Banda se acercó al grupo alumbrado por un lamparín a querosene, con él iba un representante de la autoridad local. Miró a todos, luego habló pausadamente: “Señores, ante todo, las disculpas del caso  por este  atrevimiento… sus hijos están bien, he conversado con ellos y nos hemos comprendido y congeniado; pero yo quiero conversar con ustedes.  Vean la pared de mi casa  levantó el candil y todos vieron con sorpresa lo destruido que estaba—,  todos esto lo han causado sus hijos desde hace días lanzando piedras desde el camino… Miren el suelo, aquí están las pruebas “

             El sordo habló sin inmutarse, tranquilo, sin levantar la voz; los padres escuchaban en silencio,  nadie reaccionaba. Jaime Castro, el más temperamental de los seis asistentes interrumpió: “Señor, realmente lo que ha hecho usted es un abuso, atrapando y asustando a criaturas indefensas culpándolos de no sé qué, mi hijo es un chico bien preparado difícil de cometer actos malvados. Yo no creo que él haya participado en esto,  voy a denunciarlo ante las  autoridades”. Don Jacinto Banda pudo leer los labios de Jaime Castro  ante la luz del lamparín, luego contestó sin alterarse: “No diga nada señor, su hijo  fue el cabecilla de toda esta maldad, yo lo he visto, además, lo ha confirmado  hace un momento” dijo, mientras señalaba al señor Pérez,  regidor del distrito. “Creo que justificarán mi accionar continuó aunque pienso que fui demasiado exagerado, pero… tenía que hacerlo, ¿no les parece? Hace algunos días conversé con  las autoridades, pero ni siquiera se tomaron la molestia en venir  a constatar mi denuncia. Los muchachos continuaban destruyendo mi casa, a veces, no les decía nada porque son  menores pero con los días me di cuenta que son unos malvados”.

           El censor y los padres de familia agacharon la cabeza muy avergonzados. No sabían qué decir.

          “Quisiera que eduquen a sus hijos con amor, enséñenles a respetar a los demás, que no destruyan los bienes ajenos, que no sean rencorosos, que no abusen del indefenso, que se respeten mutuamente y valoren la vida. Prepárenlos para el futuro para que sean hombres de bien  y de éxito. Ahora, cuando lleguen a casa no los castiguen, dialoguen, conversen con ellos. No los ignoren cuando ellos los necesiten, serán buenos muchachos".     

         "Ahora son mis amigos —prosiguió ya conversé con todos sin rencor, sin odio. Bueno, es el momento que lleven a sus hijos a casa y hagan lo que les  he dicho.…”

         Los muchachos empezaron a salir de la casa muy asustados y avergonzados. Cogieron las manos de sus padres y empezaron a retirarse: “Disculpe amigo Banda, no volverá a suceder otra vez”. Un murmullo de voces  se escuchó en el camino. Esa noche en cada hogar se  reflexionó con criterio. Hubo diálogo lúcido pero también llamada  de atención. Eso fue todo. Los adolescentes muy dueños de sí, se fueron a la cama pensando en el terrible drama que les tocó vivir ese día.

         Mañana será otro día.

       Efectivamente, fue otro día. Una luz de esperanza alumbró el horizonte desde muy temprano. Camino al colegio los infantes conversaban cualquier cosa, menos lo acontecido en la víspera. Al llegar a la casa del sordo, encontraron al pobre  anciano preparando el fresco barro para arreglar su  vivienda casi destruida en su totalidad. Los seis chicos lo saludaron amigablemente y se detuvieron a ayudar, “No jovencitos, ustedes tienen que ir a la escuela a estudiar, este trabajo lo puedo hacer yo, no se preocupen. Vayan y estudien, aprovechen el tiempo, nuestra  Patria los necesita”.  Los muchachos sintieron tristeza “Por favor don Jacinto, deje que le ayudemos”. Pero el viejo con su temperamento fuerte y jovial “No, a estudiar y  apresúrense que es tarde”.

            Los muchachos se alejaron del lugar dejando al viejo sordo, solo en su trabajo.
           —Qué genial don Jacinto, ¿verdad?
          —Formidable, aunque a veces, su apariencia hace pensar lo contrario. Mi papá me dijo que el señor Banda estaba estudiando para profesor, y estaba a punto de terminar, pero por problemas económicos no logró su propósito. Entonces se dedicó a trabajar para posteriormente culminarlos, pero ya no fue posible, el destino cambió su vida.
         —Con razón es bien educado, sabe mucho, es un maestro.

             Realmente aquellos muchachos estaban impresionados, este había sido una gran lección. En sus conciencias aquellos mozuelos estaban confundidos. Pero sus juicios empezaban a conocer la realidad, esa realidad que a veces la conocemos cuando es demasiado tarde, cuando las cosas ya están hechas.

           Pero indudablemente las sorpresas no habían terminado ahí, al contrario, el asombro fue mucho más grande cuando los jóvenes vieron al mediodía, al volver de la escuela, a la gran mayoría de padres de  familia en la casa de Jacinto Banda  ayudándole a arreglar su alicaída vivienda. La estaban reestructurando completamente colocando nuevos refuerzos para hacerla más fuerte y compacta. Todos trabajaban con alegría, se jugaban bromas y laboraban con entusiasmo. Esto contagiaba a los niños que desde la pista observaban el trabajo comunitario de sus padres: “Qué felices seríamos si todos los días fueran así…”

          Cuando regresamos al colegio a las dos de la tarde, ya los trabajadores habían avanzado gran parte del trabajo. Pudimos ver a la mamá de  Manonga López  y de  Lalo Vicente sirviendo limonada fresca a los entusiastas padres,  “Seguro que lo terminan hasta las cinco de la tarde, ¿verdad?”

          Efectivamente, cuando retornábamos de la escuela al atardecer después de un día íntegro de clases, pues estudiábamos todo el día, vimos con alegría que la casa estaba totalmente terminada.

      —Fiuuuuu… ¡Quedó perfecta!
      —Sí, está preciosa.

          Don Jacinto Banda en silencio observaba su vivienda, estaba impresionado y no lo podía creer. Pero dentro de sí, él se sentía más feliz no tanto por la casa, sino por la solidaridad, la unión, la alegría y el espíritu de entusiasmo de los padres de aquellos muchachitos descuidados y que ese día habían dado una lección de amistad. Sonreía: “Que grande es el corazón cuando queremos hacerlo palpitar”, pensó en silencio. Se sentó  frente a su  nueva casa y se recostó en la tibia tierra del atardecer. Se quedó dormido.

        Definitivamente, fue una gran lección.  Todos aprendimos y sacamos nuestras propias conclusiones, la vida es mejor cuando la sabemos sobrellevar, cuando queremos hacer el bien, cuando somos unidos y enfrentamos las dificultades con valor y entusiasmo.

          El legendario  Sordo Banda, el hombre hecho leyenda vivió muchos años más en su casa huerta. Era muy respetado por todos. Los chiquillos de la historia, de vez en cuando,  lo visitaban y le ayudaban en su trabajo. El anciano se congeniaba con ellos y era feliz cuando lo visitaban. Cuando los muchachos se retiraban a sus hogares don Jacinto les regalaba frutas que degustaban con  ansiedad. Pero los años pasaron, Banda envejeció,  tenía más de ochenta años pero seguía fuerte. Nosotros crecimos y  continuamos estudiando, nos alejamos del terruño a labrar nuestro destino. Cuando  volvimos, tiempo después,  convertidos en profesionales  ya no lo encontramos. Un día se le  acabaron las fuerzas y no pudo más, vinieron sus familiares de la lejana Arequipa y se lo llevaron. Allí murió, sólo y sin amigos; tenía más de noventa años.

        Su huerta fue vendida a extraños que destruyeron todo lo que él había dejado, desaparecieron todo recuerdo con máquinas de acero. El romántico  paisaje de  naturaleza pura se perdió,  pero  el  recuerdo de aquel anciano jamás se borró de nuestras memorias. Al retroceder en el tiempo,  rememoramos con nostalgia aquellos  años que   pasaron tan veloz como el viento.  Esos años, tan hermosos, que corresponde a nuestra niñez lo sentimos tan lejano, inalcanzable. Actualmente, al ver lo que antes era  el  terreno de aquel venerable anciano  transformado en otra realidad, sentimos una profunda tristeza y melancolía. Los años pasan y el viento se lleva toda huella del pasado, y nos deja solamente algo de aquello. Es la ley de la vida

         Pero aún persiste  en nosotros, los de entonces,  la figura de aquel  hombre como algo mágico que no se borra de nuestra mente;  su espíritu indoblegable, su imagen, allí están. Cuando pasamos de vez en cuando por la parcela  que fue de don Jacinto Banda, nos parece verlo escondido debajo de las plantas que pertenecen a otro dueño, cuidando que no ingrese ningún zamarro a robarle sus frutas.

        Pero ya no está,  su recuerdo es  parte de nuestras vidas.

                                                       
                                                                                     Higinio, mayo 99


domingo, 24 de marzo de 2013

KARKARIAS


           Renzo Ramírez era un camionero incansable que viajaba constantemente por los caminos y pueblos del Perú, transportando en su inmenso tráiler de carga productos para  diversos tipos de mercados. Se divertía una barbaridad en su trabajo. Las manos firmes y seguras en el volante daban garantía a toneladas de enseres de diversas índoles, que conducía con presteza por diferentes caminos del mundo. Indudablemente, era  un buen chofer. Las empresas de transportes lo preferían por su seguridad y responsabilidad. Jamás había tenido un accidente,  la  puntualidad lo identificaba. Vivía en Lima con su familia,  pero casi no paraba  en casa, pues tenía que  trasladar constantemente mercaderías de un lugar a otro. De eso vivía, ganaba buen dinero.   La cabina de su camión era su vivienda.

            Pero al buen  éxito en el trabajo,  una terrible debilidad ensombrecía  su vida  que borraba todo lo bueno que hacía: era mujeriego. Como el marinero en “cada puerto un amor”, a él simplemente “en cada pueblo una mujer”. Y no le caería mal el mote si no fuera por lo irresponsable que era, la  de  tener  hijos abandonados por todas partes  sin  reconocerlos, ni protegerlos;  más aún, sin conocerlos. ¡El colmo!,  ¡sinvergüenza! — le decía su madre— ni pena tienes por ellos, algún día te harán pagar toda tu maldad.  Y vaya que algún día pagó con fuego del mismo  infierno toda esa malevolencia.

             El don de la palabra, el convencimiento y la mentira; el instinto de  la tentación, el placer y el ser buen mozo, eran las claves del éxito con las bellas. Ellas caían sin discreción. Se dice que el buen Renzo  —o malo, mejor— tuvo mucha descendencia irresponsable por los pueblos del Perú. Algún día  alguien muy cercano a él,  dijo que eran unos diez  o quince hijos fuera del matrimonio. Y aquí viene lo anecdótico, su esposa jamás se enteró y ninguna mujer  jamás lo molestó por alguna pensión ni estudios;  excepto una hija que lo conoció  cuando adulta, llegó a increparlo  y  a culparlo  de la desgracia más grande que haya vivido un ser humano: el incesto. Ella lo llenó de maldiciones tanto así,   que murió en un manicomio, loco,  fulminado el corazón por  golpes insoportables que él mismo se propició.  ¡Vaya destino del tal Renzo!

                                                                                     II

              Ella venía del norte, él vivía en Lima. Se conocieron en la Universidad  en la facultad de Ingeniería agrónoma, la amistad  entre ambos fue instantánea, desde el primer momento se sintieron atraídos. Pronto se los vio caminando muy juntos cogidos de la mano. En poco tiempo  se  enamoraron: María te amo; y yo a ti, Alberto,  se dijeron un atardecer  en una marmórea banca de la Plaza San Martín. Yo soy de Piura, allá vivo con mi mamá, actualmente radico en la pensión de la Universidad. ¿Y tú? Soy de Lunahuaná, y resido en una  casa alquilada  en  la calle 28 de Julio.

             A partir de entonces ambos  vivieron a su manera. Él jamás  le contó nada acerca de su familia, ni ella lo invitó  a conocer  Piura. Con los días, María visitaba a Alberto  en  su casa y  se quedaba ahí. El amor los absorbía y las notas en la universidad empezaron a bajar.

            Un día sucedió algo más de una simple visita, y la hermosa  salió embarazada; las cosas empezaron a cambiar. Alberto  trabaja más porque tiene que mantener a la compañera. Ella —muy consciente— le escribe a su madre y le pide que ya no le envíe dinero porque ha conseguido trabajo y ya puede mantener sus estudios.

               Las preocupaciones y las responsabilidades  se tornan cada vez más difíciles. Ambos abandonan la universidad, solo él trabaja. Con el tiempo sus familias se enteraron de la verdad y los abandonaron a su suerte. Están solos. La lucha por la vida se vuelve difícil, los dos  enfrentan  la realidad. Pero una luz de esperanza brilla y alegra sus corazones: el nacimiento del primogénito. Felizmente,  llega  sano y saludable, hay que  luchar por él.
          
             La lucha por sobrevivir es titánica, no hay trabajo, hay que laborar en lo que se pueda: fábricas, guardianía, albañil, vendedor de baratijas, en fin… ¡en lo que sea! Con tal que no falte para comer.

              Los años pasaron.

             Efectivamente, como una ráfaga de viento pasó el tiempo  sin detenerse,  pronto llegó un segundo hijo; después un tercero.  En un abrir y cerrar de ojos los hijos están grandes, tienen que estudiar, hay que atenderlos. Otro pestañar de los ojos,  y ya son jóvenes, adultos.  ¡Dios Santo, cómo  se pasa la vida!

             Una tarde, muchos años después de haberse unido con Alberto,  María tiene la oportunidad de conocer a los padres de su esposo, ya en edad mayor.   Conoció  a su suegro y a su suegra;  sintió cierta atracción hacia él: Soy chofer de carga pesada —le dijo— y viajo constantemente por el Perú y otros países, conozco el norte, el sur, la selva; en fin, todo el país, tu tierra también lo conozco y tengo un buen recuerdo de ese lugar. En poco tiempo me jubilaré y ya no viajaré más.

          Cuando los padres de su cónyuge partieron  ella se quedó impaciente. Su suegro le había causado cierta inquietud, ¿qué poder tenía aquel hombre que hizo estremecer su alma?, ¿lo había visto anteriormente? No, nunca lo había visto, pero parecía que ya lo conocía. No le dijo nada a su marido. El anciano  también se fue con una impresión rara. Tiempo después le diría a su mujer que “tenía deseos de ver desesperadamente a la mujer de su hijo”.

                                                              III

              Cuando María y Alberto se aproximaban a los  sesenta años, algo empezó a cambiar en ellos. La expresión en sus rostros se hizo más seria, casi no sonreían y   una honda depresión los consumía frecuentemente, sentían una desesperación constante y un ahogo que les instaba a respirar  profundamente. En las noches no podían dormir,  tenían deseos de gritar, correr; se sentían abatidos. Visitaron todos los médicos que pudieron y no encontraron remedio alguno para sus males. Uno de ellos  les dijo: Ustedes tienen que salir, ir al campo, vivir allí para tener una vida más saludable,  el estrés los está acabando.

                 Así lo hicieron.

             De parte de sus abuelos  Alberto había recibido una pequeña herencia por la zona de San Gerónimo y con su mujer decidió ir a vivir a ese lugar. Construyeron una cabaña y empezaron a vivir  en esos linderos. Él recordaba que sus padres tenían  tierras arrendadas en  “otro pueblo más arriba”, algo más alejado.  En ese entonces,  los padres, por razones de salud  estaban radicando en Lima.

                   A  pesar del  cambio de hábitat, los malestares continuaban, y lo peor, empeoraban.  En las vigilias nocturnas ya empezaban hablar  incoherencias diabólicas que  escapaban de toda realidad. Una noche  ambos sufrieron una horrible metamorfosis.  Sus ojos brillaron como el fuego, sus uñas crecieron como navajas  y  daban horribles gritos y aullidos. Él empezó a correr desesperado por los ambientes de la casa. La tierra temblaba y retumbaba como un cataclismo de piedras gigantescas que caían. Su mujer reía con estruendosa carcajada al ver a su marido en tal trance;  cuando la fémina se dio cuenta notó que de su boca también salía   llamaradas de candela. Eran inmunes al fuego.  Entonces  comprendieron que algo malo  sucedía entre los dos.

           Cuando  llegaba el amanecer, los dos caían rendidos en el piso y quedaban exhaustos, profundamente dormidos. Nadie los despertaba.  Otros días, sin embargo, todo era normal, tranquilo. Pero cuando llegaban esos horribles ataques de shock y transformación, sus cuerpos quedaban maltrechos, agotados; manchas oscuras aparecían en sus rostros. Definitivamente, la vida de los esposos  cada vez se hacía  más extraña.

               Llegaron a la conclusión, que los ataques diabólicos sucedían en las noches de creciente o luna llena. A pesar de todo, la medicina no encontraba solución positiva a sus males. Sus hijos, cargados de ingratitud, jamás  los visitaban.

               Un día,  preocupados y con algo de temor visitaron al cura Doménico, en la parroquia. Le contaron acerca de sus sufrimientos,  sus visiones fantasmales, de sus sueños y acciones diabólicas que les sucedía constantemente; le rogaron les ayude: Hemos visitados muchos médicos, psicólogos, parasicólogos  para que  nos curen y no han podido hacer nada por nosotros.

                El párroco los atendió amablemente y después de algunas preguntas de carácter tradicional,  pasó  a otras más profundas y complicadas:

         —Ustedes, ¿han tenido relaciones sexuales con familiares cercanos, hermanos,  con los padres, primos?
         —No padre, jamás.
         —Pero, ¿están seguros?
                                                     
            Y empezaron a averiguar su ignota historia íntima por lugares que creían encontrar la verdad.  Incansables iban de un lugar a otro indagando, preguntando acerca de sus orígenes.  Los esposos no habían tenido relaciones sexuales antes del matrimonio; esto les trajo algunas dificultades para encontrar la incógnita del problema. Averiguaron con los padres de  Alberto, no pasó nada, puesto que ellos no eran familias por ningún lado.  Agotaron todos los recursos, luego, se dirigieron al norte a indagar con la familia de  María. Será imposible —decía ella—, dado la distancia y  lejanía  no  hay acercamiento para nada.  
                
             En Piura, cuestionando a su madre  no  llegó a ninguna conclusión positiva. Pero, dice el dicho: Antes de morirnos, la verdad  debe aflorar, nada debe quedar en secreto  en esta vida; la verdad  se debe saber para que el mundo siga rodando.  Fue así que  concluida prácticamente  las indagaciones, acertó pasar por la sala —para buena suerte— la abuelita de María, anciana nonagenaria, pero  de  muy   buena memoria  y  por esas cosas raras de los hombres que a veces desprecia lo justo, los esposos no  habían tomado en cuenta a la viejecita.  La nieta llevada más por el miedo que por otra cosa, le preguntó a la anciana acerca de su padre: Hija, tu padre fue un vago, no sé tu madre como se metió con ese hombre. Durante toda mi existencia, cada vez que su imagen venía a mi memoria lo odiaba con todas mis fuerzas, me hacía sentir mal; así  pasé el tiempo sufriendo bajo su sombra, destruyó la vida de mi hija y también la mía.  Era un camionero trotamundos que viajaba por los pueblos del Perú llevando mercaderías, tenía la cara bonita y hablaba bien, aunque, a veces,  mentiras.  Iba por todas partes embaucando a las muchachas, tu madre fue una de ellas. La engañó  y  cuando supo que estaba embarazada de ti, desapareció y no se lo volvió a ver más;   se largó, jamás se acordó de ella. Nunca más lo vimos por aquí.  Por eso, cuando tú preguntabas por él, ella, tu madre  para evitar la vergüenza te decía que  había muerto, ¡mentira!, él estaba vivo y lo debe estar ahora.  Pero  jamás se acordó de ti… y tú creciste con la idea que él había muerto, yo tenía mucha pena por ti. Se llamaba… no sé, ya no recuerdo… creo que Rena… Rensi. ¡Sí!, ¡ya lo recordé!   Renz, Renzo Ramírez… sí, así se llamaba ese maldito… y era de Lima.

            —¡Noooo!.
            —Hija, ¿lo conoces?
            —Sí, abuelita, ¡es el padre de Alberto!
            —Dios, ¡eres mi hermana!
      —¡Maldito! ¡Viejo maldito!  Eres el  culpable de todo lo que nos está pasando…
                                                          
          Esta maldición costó muchas lágrimas y sufrimiento. Cuando María y Alberto viajaron de regreso a Lima,  fueron en busca  de Renzo; le increparon y le pidieron que les diga la verdad. Renzo  recién comprendió que cuando se hace un mal en la vida,  se tiene que pagar aquí mismo. Ahora estaba empezando a pagar lo que él había  hecho despreocupadamente hacía años. También, ahora entendía,  por  qué esa muchacha  que era mujer de su hijo  tanta atención le causaba.

          Ante el encuentro con su conciencia y la realidad; la reflexión y la calma lo abandonaron. Entonces, el anciano perdió la razón y empezó a vagar por las  calles enloquecido. Desnudo caminaba por las avenidas  gritando desesperadamente su infortunio. La gente lo veía y se reía de él. Sus hijos lo cogieron un día y sin  piedad lo  llevaron al Larco Herrera,  lo abandonaron a su suerte. En el manicomio realizaba excentricidades desastrosas. Cierta tarde, simulando ser un Tarzán moderno, se arrojó desde lo alto de un eucalipto a una piscina imaginaria  imitando los gritos del legendario héroe de historietas. Al caer  de cúbito ventral se destrozó  el alma;  la cara quedó toda rota y un terrible  golpe  en el pecho al caer sobre una piedra, destrozó su corazón. No se levantó más. Ahí terminó sus días el irresponsable Renzo, que se pasó la vida viajando, destruyendo y marchitando la vida de jovencitas  cargadas de ilusiones y  esperanzas.

           La vida da vueltas Renzo.  Embaucaste  mujeres  ingenuas en la vida; ahora, este mismo valle de lágrimas que te facilitó ese camino, te pasó  la  factura.  Jamás imaginaste que te sucedería esto; más aún, que arruinarías la existencia de tus hijos, que sin saber, por esas cosas del destino se conocieron y se convirtieron en marido y mujer ¡qué horrible! Quisiste escapar de la verdad disfrutando los placeres, lejos, en lugares apartados, pensando que nadie se  enteraría de tus malas acciones   y ¿ya ves?, fuiste a caer en las  mismas fauces de  la realidad. ¿Qué hacer?,  hay que aceptar la verdad como venga, Renzo. No queda otra.

           En Lunahuaná, Alberto y María nuevamente visitaron al cura Doménico llevando la ingrata noticia.

        — Hijos es horrible lo que les ha sucedido, a veces hacemos cosas inexplicables, es el destino, nadie lo puede evitar. Haced penitencia y rogad para que Dios os perdone, de lo contrario vagarán  errante por el mundo sin tener la salvación del Divino. Si no pagan sus pecados  las puertas del cielo se cerrarán eternamente; mientras las llamas y fuegos del infierno los esperarán para abrazarlos. Es un camino difícil,  pero es lo único que queda —les dijo el cura—.

           De ahí surgió la historia  que de las montañas de San Gerónimo, en altas horas de la noche, salen dos  bestias  arrojando llamas de fuego por todo el cuerpo dando alaridos    horribles que causan  pánico a la población. Uno se dirige  al este,  el otro,  hacia el sur.  Cruzando el río van en busca de sus víctimas. La gente tiene terror porque son  muy veloces.   Los ven en un lugar y en poco tiempo  están en otro. Aún no lo identifican, solo  sospechan quiénes son. Los aldeanos  se  organizan  en secreto para ir en busca de las karkarias de la muerte…

                                                  
                                                                                  IV

           Ambrosia Yactayo se  levantó temprano para ir al río a lavar las ropas de sus hijos. Faltaban algunos minutos para las cuatro de la madrugada,  con su batea bajo el brazo  y su lamparín en la mano derecha avanzaba hacia la corriente que distaba de su casa unos cincuenta metros. Al llegar a la orilla colgó  el lamparín en una rama de sauco,  apoyó la tina  en la tierra dura y sobre las pulidas piedras empezó a restregar y lavar las ropas: ¡Achachauuu!… ¡Qué fría está el agua!, pero me tengo que apurar para ir “ahorita” pa´rriba al otro lao del río con el Jaime,  a trabajar  la chacrita de ño Marianito Candela.

              La madrugada era fresca y agradable; la luna a lo lejos se acercaba al horizonte. Ambrosia lavaba tranquilamente la ropa de sus hijos;  de pronto, de improviso, un horripilante grito  como el trueno, se escuchó allá en el fondo de la cañada en la  montaña, que dejó un eco interminable: ¡Oh, Dios!, otra vez el “cachudo” karkancho está por ahí. Ambrosia se puso de pie inmediatamente y corrió en dirección a su casa llamando a su marido. En eso, una luz intensa casi colorada, como una ráfaga, calcinó toda su alma arrojándola  cinco metros más allá sobre las piedras. Cuando su esposo llegó, la encontró con el cuerpo destrozado y ensangrentado. El lamento fue terrible.


           La llegada de los vecinos  fue inmediata, no soportaron el llanto del esposo y  de los niños. Esa madrugada la comunidad  plena, al ver tanto dolor se la juraron al diabólico pecador, atormentador de almas inocentes.

      Todos los vecinos, especialmente los hombres,  se organizaron secretamente por  grupos.  Los acuerdos que tomaron esa noche fueron confidenciales, jamás contarían a nadie de sus objetivos.  

            Todas las noches vigilaban las calles más silenciosas de la ciudad. Se armaban de machetes y cruces fabricadas de palos de olivo terminadas en estiletes. Los que tenían escopetas compraron cartuchos con municiones de posta; y los que tenían  revólveres compraron balas de plata: Porque son las únicas que matan a los demonios. Pronto se dieron cuenta que no solamente era una karkaria, sino dos. A veces, escuchaban sus gritos aterradores por Jita, por Catapalla; lejos, en las montañas o en el mismo San Gerónimo. Pero no se desanimaban, la espera era laboriosa, silenciosa, temeraria.

             En realidad la multitud no sabía quiénes eran los diabólicos penitentes; muchas veces comentaban que era Mandolino Riera, el chileno, que se decía  que  se vivía con su hermana. Otros sostenían que era el Chilo Sánchez porque se contaban anécdotas de adulterio con su tía; y también hacían referencia de Dionisio Yactayo, por vivirse con su comadre. Pero nadie imaginaba ni mencionaban los nombres de Alberto Ramírez y María Luisa Chapoñan, quizás porque eran vecinos nuevos: Él es hijo del camionero Renzo Ramírez,  de  Pacarán —comentaba la gente—, que murió no hace mucho en Lima, en un manicomio.

             Fueron muchas las semanas de paciente espera, algunos sentían cansancio y aburrimiento y querían abdicar, otros sencillamente  ya no continuaron. Los más allegados a los vecinos, los más conscientes continuaron en la brega.

              Y fue en la sexta semana de paciente espera, que hizo su aparición  la karkaria por el pueblo en noche de luna llena.  Apareció en las montañas de la zona norte, al otro lado del río, cruzó el improvisado puente  botando llamas de fuego y dando gritos horribles.  En  segundos estaba en la otra orilla;  luego, continuó por el mismo camino que hacía algo más de un mes,  había tomado para matar a la pobre Ambrosia. Los vigilantes del pueblo no le tuvieron miedo y con silbatos empezaron a pedir ayuda a los vecinos. Estaban ocultos sigilosamente y cuando el espectro cruzó la calle, inmediatamente salieron de sus escondites, sacaron la enorme cruz de madera que es motivo de veneración en la Iglesia, y cerraron la calle con espinas de guarango. Los cazadores cuyas armas estaban cargadas con   balas de plata, empezaron a disparar y cuando el demonio quiso retroceder, ya le habían cerrado el paso del retroceso. Alertados  los vecinos empezaron a llegar.  Con sus cruces en las manos rezaban en voz alta  el Padrenuestro y el Ave María. Las mujeres, en el acto, formando círculos humedecieron el suelo con agua bendita. Los hombres más bravos, los más peleadores,  se fueron acercando al penitente elevando teas de fuego. Éste estaba paralizado, rugía con fuerza atroz y tenía intenciones de  huir. Los mejores disparadores de escopetas,  nuevamente dispararon  balas de plata contra el espanto diabólico; todos veían volar  partículas de fuego a cada disparo, le arrojaban piedras y lo maldecían. Así, lo fueron desgastando, debilitando.  Minutos después, una cosa inmensa se desplomó en medio de los gritos de la gran concurrencia. El diabólico monstruo penitente había sido vencido, el fuego ardía en torno a él y sus gritos de dolor eran lastimeros.  Cuando la candela se apagó,  la gente se acercó a verlo y sorprendidos descubrieron el rostro  de Alberto Ramírez.

        —¿Tú también pecador? ¡Dios mío! Cara vemos, pero no corazones…

         Al  amanecer,  con la calma matutina, la multitud  visitó la casa de Alberto Ramírez con la finalidad de darle la noticia a su mujer, acerca de su muerte. El asombro fue aún más terrible cuando  vieron, estupefactos, que de la viga del techo colgaba  del cuello, la mujer del penitente.

             Se había ahorcado.
                                                                                                                                                    HIGINIO 2013





viernes, 18 de enero de 2013

HISTORIA DE GALLOS


                    Ciriaco Cama  era  gran aficionado a las peleas de gallos, tenía fama en todo el pueblo de tener las mejores crías de sangre triunfadora en tardes  memorables. Sus gallos ganaban constantemente y habían campeonado en diversas jornadas, vivía orgulloso de ellos. Se consideraba el mejor: Como Yo nadie y punto. Tenía una vida arrogante, era soberbio, tanto así que se creía el centro del universo  y que los demás giraban en torno a él. Por eso es que tenía tantos enemigos gratuitos. El proceder de la gente en torno a su persona poco le interesaba: ¡Soy el mejor! ¿Y qué?, después de mí vienen los demás; mis ajisecos, mis gallinetas, mis carmelos me pertenecen,  he cruzado sus  sangres para campeones. Naturalmente que   para lograrlo hay que saber,  no es poner un gallo cualquiera a una gallina y listo, tienen que conocer primero el linaje de la pluma, su categoría. Por lo tanto, ustedes,… ¿qué saben? ¡no saben nada! decía muy ufano a los que  le rodeaban para hacerle alguna consulta gallística.

                              ¡Tienes suerte Ciri!
                         ¿Suerte? ¡No! ¡Y que quede bien claro!  Aquí  manda  la raza; esa sangre aguerrida  solo la tienen  los gallos de Ciriaco Cama, el único.

                    Y se marchaba con una risa burlona.
                        Mis crías son finas, de categoría, de calidad.  Esos gallos mugrosos que ustedes crían, ganan de suerte ja, ja, ja …

                 Calidad que un día le falló y que debido a su falso orgullo, tuvo que llevar el peso en sus hombros  el resto de su vida. Y lo peor, toda esa vanidad y omnipotencia se quebró nada menos que  frente a  Gaspar Campos, considerado por él,  como el zonzo del barrio.

              Gaspar, en la otra esquina, todo lo contrario, humilde aceptaba los exabruptos de su colega  y muy quedo decía: Algún día me reiré de ti y ojalá no sea por tu ruina.

                 Sucedió, pues, que ese día llegó y fue en una tarde de fiesta en homenaje al patrón. En esa jornada, los más selectos “galleros” de la provincia participaban en un campeonato de gallos. Se jugaba una suculenta bolsa para los ganadores. Más de cien participantes rompieron fuego tres días antes con las eliminatorias previas. Clasificarían para la final solamente dieciséis galpones. El domingo, fecha central, sería  la definición.

                 El día de la gran final fue colosal. El coliseo era una fiesta, el colorido de las banderolas, el griterío de la gente, la banda de músicos, las vendedoras de viandas  le daban prestancia a la competencia. Todos estaban felices. El evento empezó a las tres de la tarde en punto según la programación oficial. Los dieciséis clasificados estaban bien representados por famosos gallos “peleados” en anteriores jornadas. ¡Ni hablar!, todos querían  ser campeones,  el premio era muy bueno: ¡Veinte mil soles al campeón! Fiu…fiuuu…

                Las eliminatorias se realizaron con mucho orden y exactitud organizativa. De las ocho peleas  de clasificación, quedaron cuatro semifinalistas; luego dos y finalmente entre el griterío de la gente los finalistas. ¿Quiénes clasificaron a la gran final? Pues nada menos que  el galpón de Ciriaco Cama y el de Gaspar Campos, ¡la muerte! ¡esto sí que es sorpresa!  Habían llegado a la final  los polos opuestos el fanfarrón y el bobo,  jugando limpiamente y venciendo  a todos los rivales que enfrentaron. Los dos representantes del pueblo definirían el título en breves instantes.

                    ¿Qué?, ¿ese zonzo llegó a la final?,  ¿no se habrán equivocado los jueces? Bueno si es así tendré que ensuciar mi navaja con su porquería de gallo.
                     Vamos loco no te sobres que en la cancha se ven los gallos. Cuidado con las sorpresas.
                   ¡Cállate, idiota! ¿Tú qué sabes de gallos? Anda y cría tus chanchos que es lo único que sabes hacer ja, ja, ja. ¡A mí con sorpresas!

             Al otro lado de la tempestad,  Gaspar Campos  tranquilo y callado  esperaba el momento de definir.
                     Vamos Gaspar, tienes que ganar.
                     Bueno… me conformo con darle un poco de pelea…

          En realidad, en esa jornada sucedieron algunas cosas raras. Inclusive, se comentaba que Ciri Cama, antes de la pelea final, se acercó a Gaspar Campos y le propuso una “echada”. Es decir, ambos,  ponerse de acuerdo y presentar gallos de menor calidad, solamente para cumplir con el compromiso: Pues compadre, ya somos campeones. Luego  –según el pensamiento de Ciriaco– ambos se repartirían la ganancia por igual, “Para qué vamos a matar buenos gallos, si ya tenemos el campeonato ganado”. Pero  la seriedad y responsabilidad del buen  Gaspar, salvó la tarde:

                 No señor, pelearemos con gallos, si usted campeona, felicitaciones; y si yo soy campeón, igual. Pero no engañemos a la gente que ha pagado su dinero para ver un buen espectáculo.  ¡Ya, ya! No tengas miedo Ciriaco,  y salgamos a la cancha ¡con gallos!



               ¡Qué enseñanza recibió esa tarde el orgulloso Cama!, enseñanza que lo desubicó terriblemente y trató de competir “a la mala”.

                           Traicionero tenías que ser ¡zonzonazo!, ¡muerto de hambre!

               La noticia de la supuesta “echada” corrió con la velocidad del viento por todo el coliseo.  Los aficionados empezaron a “pifiar” al “gran gallero” y aplaudían al humilde contrincante.  Hervía la sangre del mal finalista cuando escuchó la rechifla  e insultos del público en  las tribunas. Entonces decidió tomar una acción vengativa contra el rival: Pondré a mi Gallineta, para que su gallo termine la pelea corriendo y cacareando como si fuera una gallina.

 
            Los  gallinetas  son esos gallos que se asemejan a una gallina y que confunden a los otros. Cama tenía uno de estas variedades  y que había derrotado a todos sus rivales. Los amigotes del vanidoso gallero, comentaban que  había peleado ya ocho veces  cinco de ellos campeón y ni siquiera una pluma lo habían tocado. Era seguro en la estocada y terminaba desplumando a sus rivales. Para Ciriaco, era su carta de presentación,  lo tenía solamente para definir altas competencias.  Pero no pudo soportar la silbatina  de la gente y decidió sacar al poderoso Gallineta, solamente para  humillar a su rival y desfogar su decepción.

               En su galpón, Cama cogió su gallo, seleccionó la navaja apropiada y marchó al  coliseo. Cinco minutos después llegaba a la arena, cuando ya el gallo de Gaspar Campos esperaba con la navaja puesta, listo para la pelea.


            -–¡Huy! ¡El Gallineta! ¡Ese es un diablo, es un maldito!  – fue la exclamación de la gente–.

             Ciriaco Cama amarró lentamente la navaja a su famoso gallo y cuando estuvo listo lo soltó en la arena. El rival cantó enérgicamente.  En las tribunas las apuestas corrían con verdadero vértigo. Naturalmente, el favorito por sus antecedentes era el Gallineta;  pocos apostaban a favor del Pinto, que era propiedad de Gaspar Campos.

                El Pinto  era un gallo joven, sencillo, sin poses. A diferencia de su enemigo que había participado en muchas peleas, este era  la primera vez que salía a la arena a enfrentar a un consumado campeón de quien se decía que los combates para él eran lo más simple: entrar y salir. Ciriaco Cama lo sabía muy bien, por eso que en un arranque de entusiasmo, sabiéndose ganador llevado más  por el orgullo y la vanidad, que por la afición; hizo lo que nunca debió  hacer  le apostó a Campos  sus cinco hectáreas de terreno incluyendo su casa. ¿Aceptas o no? o eres un marica. Gaspar  no quería aceptar, pero tantas eran las palabras hirientes de su enemigo que tuvo que decir sí al desafío, ante la tristeza de su mujer y de sus hijos. Si perdía el Pinto él también lo perdería todo. Entonces, el futuro de ambos rivales  dependía exclusivamente de sus gallos.

              ¡Gallos a la cancha! y empezó la pelea. El Gallineta, como siempre se limitó a esperar a su rival, era la clave de sus triunfos. Para ganar, él tenía que dar el primer estoque de lo contrario le iba a ser difícil vencer. Disimulaba escarbar la arena buscando algún grano, mientras el Pinto se fue acercando lentamente haciendo ruedas de galanteo. Su instinto lo hizo detener un instante, pero insistió en querer someterlo como si fuera una gallina. Fue en estos momentos que el Gallineta aprovechando la confusión de su rival giró como el viento, levantó el vuelo  y dio el primer golpe que para suerte  del Pinto no lo alcanzó. Eso fue todo. Ahí perdió la pelea el famoso Gallineta, porque en seguida, como un rayo  llegó la reacción del oponente y se inició una batalla campal en el aire y en la arena; cuarenta y cinco segundos después el gallineta yacía tendido, muerto con el pico enterrado en la grava. Había perdido la pelea con un debutante, inexperto; esta vez no le salieron bien las cosas y su apariencia de gallina de nada le sirvió.

               Fue la derrota total de Ciriaco, lo había perdido todo y fue la burla de los demás aficionados, todo el orgullo lo perdió en menos de un minuto. El coliseo era un hervidero.

            – ¡Eso te pasa por sobrado!

               Por otra parte Gaspar Campos, con un gran  primer puesto,  se elevó a la  categoría de gran campeón y buen criador de gallos.  Igualmente,   toda la propiedad de su rival pasó a pertenecerle, así era la apuesta. De ser ciudadano humilde, obrero del campo, pasó a ser un gran señor con varias hectáreas de terreno propio. Todo lo contrario, Ciriaco, al día siguiente  con su familia y con toda  la frescura en la cara se fue a vivir a la casa de su suegra.

               ¡Sinvergüenza! gritaba la suegra , todo lo has perdido por vicioso y orgulloso, ahora ¿a qué vienes?, ¡fuera de  aquí!

                  No suegrita, ya pronto construiré mi casa.

                  ¿Casa?, ¿dónde? ¡Si no tienes dónde caerte muerto!

               Mamá  decía la hija ─  esto es sólo por el momento, algún día, cuando me entregues mi herencia, inmediatamente construiré mi casa…

       ¿Qué has dicho, sinvergüenza?, ¿herencia?  Tú y tu marido  ¡Fuera de mi casa..!
                                                                                                                                                   Higinio 2010